Tenis de mesa y té con pastas

Tenis de mesa y té con pastas

Enfrente del primer apartamento que alquilamos en Torquay teníamos una especie de centro cívico-cultural que albergaba diferentes actividades, tanto artísticas como deportivas. Un día, curioseando en uno de los tablones de anuncios, descubrimos que tres veces por semana se reunían allí para practicar los miembros de un club de tenis de mesa, y como eso era lo más parecido a un gimnasio que teníamos cerca de casa decidimos ir a probar un entrenamiento con vistas a apuntarnos al club en caso de que el sitio y la gente nos gustasen.

Nos compramos un par de raquetas y cruzamos la calle un viernes por la noche sin saber muy bien qué íbamos a encontrarnos en aquel extraño edificio con pinta de residencia universitaria. Aunque llevábamos tiempo sin jugar no nos intimidaba el nivel deportivo que pudiéramos encontrarnos. Mis padres eran muy aficionados a este deporte y teníamos mesa de ping pong en casa, así que puede decirse que tengo bastantes horas de rodaje aunque nunca haya participado en ninguna competición. Y Edu algunas de las veces que hemos jugado entre nosotros ha conseguido incluso ganarme. Prueba de que los dos nos defendemos de forma más o menos decente jugando a este deporte.

Nuestro propósito principal, al margen de hacer algo de ejercicio, era conocer gente de nuestra edad con la que poder trabar amistad —ya que como estábamos recién llegados a Inglaterra nuestra vida social era más bien escasa, por no decir inexistente—. Hago esta aclaración para que comprendáis mejor nuestra decepción al entrar en aquella pista de polideportivo y descubrir que la media de edad de los asistentes al entrenamiento rondaba los setenta años, tirando muy por lo bajo.

Club de tenis de mesa en UK

Imagino que el señor que nos dio la bienvenida achacó a la timidez nuestras caras de perplejidad y el hecho de que no supiéramos muy bien qué decir. Muy amablemente nos explicó que se reunían para jugar los lunes, miércoles y viernes, que el precio era de dos libras por sesión y se pagaba cada día —por lo que no había que comprometerse de ninguna manera ni pagar mensualidad—, y que por ser nuestra primera sesión estábamos invitados.

Señaló hacia una especie de barra en uno de los laterales de la pista formada por una hilera de tres mesas en la que no habíamos reparado al entrar en la sala, y nos dijo que podíamos comer y beber lo que quisiéramos. Sobre aquella barra provisional había un verdadero festín digno del más profesional de los cáterings: un hervidor de agua eléctrico, una caja con una selección infinita de tés e infusiones, latas con galletas de mantequilla, bandejitas con pastas de chocolate e incluso una fuente con algo de fruta.

Nuestro anfitrión nos contó que cada miembro del club traía algo de picar a las sesiones, y que lo compartían todo entre todos. Nos aclaró con una sonrisa que era totalmente voluntario hacer aportaciones a aquella merienda colectiva, pero que si al final nos animábamos a apuntarnos al club cualquier cosa que quisiéramos llevar sería más que bien recibida.

Declinamos la invitación al refrigerio con toda la amabilidad de la que fuimos capaces de hacer gala, pero no pudimos negarnos cuando nos sugirió ponernos manos a la obra y empuñar las raquetas, que al fin y al cabo era para lo que estábamos allí.

Robert, que así era como se llamaba nuestro anfitrión, se llevó a Edu a una mesa de ping pong contigua al mismo tiempo que le hacía un gesto con la mano para que se acercase a una anciana que estaba sentada junto al improvisado buffet de merienda.

La mujer tardó lo que a mí me pareció una eternidad en llegar a la mesa en la que yo ya estaba preparada para jugar. Usaba gafas y llevaba el pelo —completamente blanco y por debajo de los hombros— suelto, aunque se apartaba el flequillo de la frente con una cinta de tenista a juego con su chándal rosa fucsia, que le daba un aire muy divertido de abuela ochentera.

Me dijo que se llamaba Georgina, que tenía ochenta años y que había sido en su momento jugadora semi profesional, pero que había que tenido que dejar la competición por prescripción médica debido a sus problemas de corazón. Me pidió que la disculpara por no poder moverse demasiado: la culpa la tenía una lesión en la rodilla que había ido empeorando con los años.

No estaba yo muy segura de qué actitud tomar en aquel primer partido con ella. Por un lado me daba miedo que se lesionara aún más o que le diera un infarto en medio del pabellón si la obligaba a jugar con más energías de las que podía, pero por otro temía que notara mi condescendencia si jugaba de forma más suave y se sintiera ofendida por ello. Así que le sugerí que empezara sacando ella, de modo que así pudiera tantear yo el ritmo con el que ella estuviera más cómoda.

Me hubiera gustado que aquella pista de polideportivo tuviera cámaras de seguridad de algún tipo para inmortalizar la cara de idiota que se me debió de quedar cuando vi —o mejor dicho, cuando no vi— la pelota cruzando la mesa a toda velocidad y haciendo un punto impecable. Achaqué aquel primer punto a mi despiste, pero según fueron sucediéndose los tantos me quedé sin excusas que darme a mí misma.

Era cierto que Georgina apenas podía moverse, pero también era cierto que no lo necesitaba. Recuerdo que mientras sudaba la gota gorda rodeando desesperadamente la mesa de izquierda a derecha para intentar devolverle la pelota y marcar algún punto, la única analogía que se me ocurría era la de que a aquella anciana que me estaba dando la paliza de mi vida sin apenas despeinarse parecía que le hubieran transplantado el brazo derecho de algún campeón chino de ping pong. Los que hayáis visto jugar alguna vez a los chinos al ping pong sabréis perfectamente de lo que hablo.

Aproveché una de las muchas veces que me agaché a recoger la pelota para mirar de reojo a la mesa en la que Edu estaba recibiendo un vapuleo deportivo de la mano de Robert que nada tenía que envidiar al que me estaban dando a mí. Intercambiamos una mirada y nos costó aguantarnos la risa, aunque los dos conseguimos terminar nuestras respectivas partidas haciendo acopio de toda la resignación y deportividad de las que fuimos capaces.

Cuando hubieron terminado con nosotros propusieron jugar los cuatro juntos por parejas, y volvieron a darnos otra paliza con el agravante de que cada vez que nos marcaban un punto se deshacían en mil disculpas y sonrisas, como si estuvieran cometiendo alguna descortesía imperdonable.

Tenis de mesa en Reino Unido

Hicimos un descanso para darle un respiro a nuestra dignidad e hidratarnos un poco, y fue entonces cuando vimos que en una de las mesas al otro lado de la pista se estaba jugando lo que parecía un partido un poco más en serio, en el sentido de que había árbitros y los jugadores llevaban equipaciones profesionales. Les preguntamos a Robert y Georgina al respecto, y nos explicaron que era una jornada de un torneo que debería de estar celebrándose en otro lugar, pero que habían tenido un problema de última hora con las instalaciones en las que debía llevarse a cabo y por eso el club les había ofrecido que lo celebrasen allí.

El partido, que enfrentaba a un hombre y a una mujer más o menos de nuestra edad, fue emocionante y se saldó con la victoria de la participante femenina. Tras el último y disputadísimo punto, los competidores se saludaron dándose la mano e hicieron lo propio con los árbitros, y de repente apareció de la nada una tetera en las manos de uno de los espectadores, o eso me pareció a mí, y en tan solo unos segundos todos tenían tazas y se estaban pasando la tetera unos a otros como si aquello fuera la más sofisticada de las reuniones sociales en el jardín de alguna marquesa.

Me quedé pasmada, sobre todo porque no me cabía en la cabeza que lo primero que aquellos dos jugadores —aún empapados en sudor por el partido que acababan de disputar— quisieran meterse entre pecho y espalda fuera una taza ardiendo de Earl Grey, en lugar de medio litro de agua bien fría. Pero se ve que aquí están hechos de otra pasta.

Aquella noche aprendí dos cosas. La primera es que si hay algún sitio donde se cumple a pies juntillas eso de que la edad es solo un número, es sin duda aquí en Torquay. Buena prueba de ello es la amable lección con la que aquellos adorables jubilados nos pusieron a Edu y a mí en nuestro sitio.

Y la segunda es que a los ingleses les falta tiempo y les sobran excusas para tomar el té, sean cuales sean el sitio o las circunstancias.

Tenis de mesa y té con pastas

2 respuestas a “Tenis de mesa y té con pastas”

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