
Aunque siempre me ha gustado considerarme una amante incondicional de la tecnología, he de reconocer que en el caso de los libros electrónicos me debatía hasta hace poco en una especie de amor-odio tan pendular como extremista. Cuando ya la mayoría de mi familia, una pandilla de adictos sin control a cualquier tipo de gadget, hacían buen uso de sus respectivos ebooks, yo aún me aferraba de forma nostálgica a los libros de papel, convirtiendo en mi himno la consabida retahíla del placer de pasar las páginas, o de disfrutar del olor a tinta de un libro nuevo.
Sin embargo, ni todos los romanticismos del mundo podían hacer frente al argumento destructor de que para imprimir libros hace falta talar árboles. Eso por no hablar de otros motivos algo más egoístas pero que a mí me seducían bastante más, como el hecho de poder llevar encima miles de libros y saltar de uno a otro en un mismo trayecto de Metro, sin que el peso del bolso me causara algún tipo de escoliosis.
A pesar de que la tentación era grande, mis convicciones lo eran aún más, así que hicieron falta ocho mudanzas para convencerme de algo de lo que ni toda mi familia había sido capaz. Las tres primeras fueron muy seguidas nada más llegar a Madrid, y no me dio tiempo de acumular demasiados libros, pero a partir de la cuarta la cosa se complicó un poco. No es de extrañar que una voraz lectora como yo hubiera atesorado en apenas un año dos maletas de tipo familiar llenas de novelas tanto en edición de bolsillo como de tapa dura. Aunque aprovechaba cada viaje a casa de mi madre para dejar allí tantos como podía, de manera inexplicable los volúmenes volvían a multiplicarse, y llenaban cajas y cajas cada vez que me tocaba volver a cambiar de piso. Leer Más